A este relato le tengo cariño. Fue el primero publicado tras realizar el taller de escritura en la Universidad de Sevilla, en 2019.
CONDIS
María del Carmen viene andando por la barcelonesa Vía
Layetana. Sale de casa de unos conocidos a los que ayuda a hacer la declaración
de la renta para presentarla en Hacienda. Trabaja por la mañana en una asesoría
fiscal y no le importa ayudar por las tardes, año tras año, a amiguetes que la
reclaman en estas fechas. Son un poco más jóvenes que ella y todavía no han
aprendido a preparar la documentación necesaria que presentar al fisco. Se
siente necesitada y ello le reconforta. Además, le ayuda a llenar el vacío que
le ocasiona el vivir sola en el piso que le han regalado sus padres. Ya no
puede jugar con su sobrinita a diario cuando su hermana va a la casa familiar y
eso le hace sentir cierto desarraigo y soledad.
Empieza a hacer calor. Un calor
húmedo que hace sudar a cualquiera. A María del Carmen le afecta más ya que
está ligeramente por encima de su peso y andar le supone un esfuerzo que le
acarrea una mayor sudoración.
Se detiene entonces en el Condis,
supermercado local. Piensa refrescarse y comprar algo de cena.
-Buenas -dice con familiaridad.
Le gusta el ambiente de la tienda. La
llevan chicos y chicas de su edad, la mayoría presuntamente solteros, piensa
ella, y eso le da sensación de estar en su tribu natural. Se siente cómoda y al
mismo tiempo entendida por personas que llevan poco tiempo trabajando y a las
que le queda toda una vida de ilusiones por delante.
Especialmente se siente atraída por
el cajero, un joven de tatuajes que no la mira al pasar. Le agrada su aire de
independencia y no le molesta que ni siquiera sepa que ella existe.
Hay también un chico alto y obeso
trabajando allí. Tiene cierto grado de discapacidad y está poniendo mal las
latas en las estanterías. Su compañera le está enseñando y le habla con un aire
de suficiencia que a María del Carmen no le gusta.
-Las latas que van a caducar se ponen
primero. -Su voz suena a humillación-. Ante tal microinjusticia ella pasa de
largo, empatizando con el chico de las latas. Siente que a ella no le salen
todas las cosas bien y que los demás podrían tener un poco más de paciencia y
comprensión.
Pese a todo, está tranquila y
confiada allí. Le agrada la música tipo progressive que suena no muy alta por
el hilo musical. Le sorprende que en un supermercado pongan ese tipo de música.
Es electrónica aunque tranquila y la invita al trance.
Está cansada después de todo un día
de alienación laboral y se planta delante del frigorífico donde están ordenados
los diferentes ejércitos de yogures. Se queda mirando, intentando elegir alguno
del amplio elenco mientras se deja llevar por el tema electrónico y el
cansancio acumulado del día. Empieza a moverse con la música.
En este momento de trance siente más
claramente que la vida no tiene un sentido particular. Es ahí, frente a los
yogures, cuando percibe o intuye que el único sentido que tiene esto de vivir
es sólo gozar. Disfrutar pacíficamente. Sentir. Dejándose llevar por la pieza
musical toma conciencia, entre yogures griegos y gelatinas, de que lo que
anhela ya está aquí mismo. Siente que es como el aire que no vemos o el agua
que no percibe el pez porque está inmerso en ella.
El nirvana ya está aquí. Goza
mientras se deja llevar por un suave balanceo mientras mira los lácteos ya sin
esforzarse en elegir uno, arrastrándose por la corriente vital que sabe, antes
de conocerlo, le dará justo lo que necesita.
A esas horas crepusculares la tienda
parece más un templo que un local lleno de mercaderes. Goza de ello. Se
pregunta si los demás clientes lo percibirán igual que ella mientras eligen una
u otra marca de lata de garbanzos. Recuerda que a ella le encanta el cuchareo,
esto es, comer garbanzos, lentejas, comidas calientes que se llevan a la boca
con cuchara. Entonces se acuerda de su hermano David cuando le dice que no coma
tanta comida enlatada porque el alimento absorbe el metal. “Me gusta la comida
de gatos”, dice orgullosa cuando su hermano la corrige.
Sintiéndose un poco ridícula por el
baile frente a los lácteos, se decide por coger los yogures griegos, más
cremosos, pero azucarados.
"Hoy me permito una
licencia", piensa.
Le gusta mirar a los clientes que,
como ella, acuden en solitario al supermercado. Se dirigen a la caja como
zombis de una película de Romero y ella, en un arrebato vital, decide
adelantarlos para llegar a la misma antes y salir para disfrutar sus productos.
De paso, coge unas cuantas mandarinas.
Se siente un poco incómoda. Está ya
en caja. Junto a ella está el expendedor de bolsas donde introducir las
mandarinas que luego se supone que pesará el chico de los tatuajes. Tira de una
de las bolsas no sin esfuerzo y la separa de la anterior. Los demás
clientes-zombis que adelantó ya han llegado a caja y han formado en riguroso
orden de cola.
Por más que mueve los dedos para
intentar abrir la bolsa de plástico para poder meter las mandarinas, pagar y
poder largarse, más resistencia opone la misma. Lo intenta por uno y otro
extremo pero no hay manera de abrir aquella obra de ingeniería plástica. La
cola de gente detrás de ella deja de pensar en sus cosas, de mirar a los lados
o al móvil y empieza a clavar la mirada en ella. Ya no queda nada del trance ni
del nirvana y un agobio radical le agarra el pecho ya que siente en su nuca los
ojos impacientes del resto de conciudadanos. El chico de los tatuajes no la
mira y por tanto no la puede ayudar. No es mala fe. Seguramente si se diera
cuenta de lo que allí ocurre pondría su granito de arena para deshacer ese
bloqueo en el flujo de la cola de la caja, pero el suelo tiene toda su atención
absorbida y, lógicamente, nada puede hacer en algo que ni siquiera ha llegado a
percibir.
Toses de presión empiezan a emanar de
la cola que espera. Ella no percibe personas sino un dragón que quiere
tragársela si no abre pronto la bolsa.
María del Carmen comienza a ver la
realidad en blanco y negro. Sus manos empiezan a sudar y, de repente, dejan de
hacerlo. La bolsa se llena de sudor. Le entran sofocos y se siente avergonzada.
No respira bien. El chico de los tatuajes la mira. Ella siente que algo grave
está pasando cuando el cajero-pensador tiene a bien dirigirle su mirada.
¿Podría ayudarla a abrir la bolsa? No. El cajero la mira con la misma mirada de
las vacas mirando un tren mientras pastan. Pero con incomodidad añadida. María
del Carmen percibe su decepción. Se siente rechazada. Las toses y los leves
quejidos de la cola de forma de dragón se apoderan de su caja torácica.
"¿Cómo puedes siquiera
existir?", percibe que piensa el chico tatuado al mirarla.
La bolsa no se abre. Por más fricción
que intenta hacer, los lados de la misma están herméticamente pegados y ello
hace que la presión arterial le sea insoportable. Su descuidada forma física no
ayuda. Comienza a sudar por la frente violentamente, siente cómo el dragón abre
su boca para devorarla en una muerte horrible y siente un dolor profundo en su
estómago.
De la mano del tema progressive
percibe cómo su alma sale del cuerpo. Se ve desde arriba, ya en el suelo, en
blanco y negro, mientras los zombis la miran, no se sabe muy bien con qué
intenciones. El chico de los tatuajes mira al suelo donde ella yace, infartada,
con la bolsa aún cerrada y que ahora descansa junto a ella.