Publicado en la Revista Literaria "Papeles del Caracol", noviembre de 2023.
DESABORIDO
Estaba yo, María del Carmen Rodríguez Arellano, 70
años, felizmente viuda y jubilada, tomándome mi cafelito de todas las mañanas
en la taberna San Eloy de la calle del mismo nombre, en Sevilla, habiéndome
limpiado mis manos anteriormente con mi gel hidroalcohólico, porque con esta
pandemia que trajo el 2020 hay que lavarse muy bien lavadas las manos antes de
entrar a los bares, y entonces, como seguía diciendo, estaba yo en Casa Eloy
tomándome mi cafelito un martes cualquiera con el gili… de mi vecino “el
francés" en la mesa de al lado, que se llama Antonio y que todas lo
llamamos “el francés", aunque yo para mis adentros, y que Dios me perdone,
le llamo el gili… Porque vaya, será todo lo francés que tú quieras, pero el tío
es sieso y desaborido hasta decir basta. Qué tío más gris y más desagradable,
la madre que lo parió. Que yo sé que con esto de la jubilación pues estoy un
poco picajosa y puede ser que yo salte con nada que me toquen las palmas. Pero
es que el francés… es que se lo gana él solito con esa cara de haber vomitado
pero para adentro. Como si diera una arcada pero ahogándose así para adentro de
sí mismo en su propio ser y en su misma persona. Pues eso. Que estaba yo con mi
cafelito que me lo pone el camarerillo este tan simpático que parece que lo
trae directamente de la fundición de los altos hornos y la leche la echa de un
crisol incandescente que coge con unas pinzas y unos guantes de horno, porque
vaya lo caliente que pone el muchacho el cafelito, coño, que tengo que estar
ahí dándole conversación hasta que me lo puedo tomar a sorbitos pequeños. Eso
sí, pequeños pero sonoros. Que una está ya muy mayor para estar con remilgos y
con chuminadas de verano. Cada sorbo que le doy al café lo hago con ruidillo.
Que se note que está caliente, caray, que se me va a escaldar la lengua. Pues
eso. Que estaba yo dándole conversación al cafelito del Vesubio cuando me
entraron ganas de darle por culo al francés. Tenía yo capricho de tocarle los
huevos, vaya. A mi que me perdone Dios, pero me entraron unas ganas de hacerle
rabiar… Que se joda. Por desaborido. Ahora que se aguante. Estaba él ahí con la
cara esa que me tiene leyendo el ABC gratuito, porque es que no gasta ni en
periódicos, y yo, mira, empecé muy despacito y muy suavecito a mover el café
con la cucharilla. Muy suavecito. Tilín, tilín tilín… Muy despacito pero
constante. Yo sentada muy tiesa y muy digna. Labios apretados. Y venga a darle
a la cucharilla. Y venga a darle vueltas. Y cada vez más fuerte. Para
taladrarle el cerebro hueco ese que tiene. Y tilín, tilín, tilín… A tope ya de
sonido. A tumba abierta y sin remordimientos. Todo el bar mirando, menos el
francés, que se hacía el loco. Como si no le molestara. Y se estaba pillando un
cabreo… y yo estaba disfrutando... Y venga a darle vueltas. Y venga con la
cucharilla. Y venga y venga que justo en el centro del vaso del café empezó a
formarse un agujero, un agujero oscuro, y yo lo miraba atónita, y no podía
parar de darle a la cucharilla, no fuera a ser que desapareciera ese extraño
fenómeno, y venga a abrirse el agujero, y más profundo y más profundo y más
profundo… Coño, que me tragó. Que me tragó el cafelito. Y yo no sabía dónde
estaba. Porque estaba como flotando en el espacio exterior así como a cámara
lenta y un extraño hilo de plata me tiraba y me tiraba para otro lado. Mira lo
caliente que me pone este muchacho el cafelito. Y luego pasa lo que pasa. El
típico desgarro en el tejido espacio-tiempo -pensé yo en la ingravidez del
infinito universo- que forma un agujero negro. O un agujero de gusano. Yo qué
sé. Pues anda que estamos buenas. Me sentía tranquila, eso sí. Total. Para lo
que me queda en el convento… Y en esas disquisiciones estaba yo, con el bolso
bien agarrado, cuando el hilo de plata me pegó un tirón… La madre que lo parió
al hilito de plata… Me pegó un tirón que pegué un gritito en mitad del espacio
sideral que se oyó y todo por mucho que digan que en el espacio no se oyen las
explosiones o no sé qué. Y me pegó un tirón y de repente, de buenas a primeras,
me planto yo, María del Carmen Rodríguez Arellano, 70 años, jubilada y
felizmente viuda, en mitad de un fregado que yo no sabía ni dónde estaba. Había
mucho jaleo, eso sí, y allí estaba la gente muy alborotada y una muchacha allí
en medio llorando.
-¿Qué te pasa, muchacha? -le pregunté
acercándome a ella.
-Pues nada, que me quieren llevar
presa -me dijo llorosa.
-¿Pero qué has hecho, hija mía? -le
pregunté a la criaturita.
-Yo nada. Que he terminado el trabajo
que ellos han empezado.
-¿Ellos? ¿Quienes son ellos? -le
pregunté.
-Pues quienes van a ser. ¡Los
hombres!
-¡Ay, los hombres! -dije yo.
-Son unos gili…
-¡Shhh! Niña -le reconvine-. Eso no
se dice. Se piensa… Pero no se dice.
-¡Pero es que no hay derecho! Yo sólo
he completado lo que ellos empezaron. La Declaración no estaba completa y yo la
terminé.
-¿La declaración? ¿Qué declaración?
-indagué.
-Pues cuál va a ser, la de los
Derechos del Hombre.
-¿Te refieres a la Declaración de los
Derechos del Hombre de la Francia revolucionaria de 1789? -dije yo, de repente
muy informada.
-Pues claro, señora, cuál va a ser si
no. -Qué mal me sentó lo de “señora”. Que me tocó la moral, vaya-. Yo sólo la
he completado. Dos años me ha llevado -dijo ella-. He escrito la otra mitad.
-¿La otra mitad? -pregunté.
-Sí, la mitad que faltaba -dijo como
si yo lo tuviera que saber-. El resto de La Declaración. Ellos hicieron la del Hombre…
y yo la culminé con la de la Mujer. La Declaración…
-¡La Declaración de los Derechos de
la Mujer y de la Ciudadana de 1791! -exclamé ojiplática y de nuevo admirada por
mi propia información.
-Eso mismo -contestó tranquila-. Y
ahora vienen a por mi.
-Pero entonces, tú eres… -pregunté.
-Olympe de Gouges -dijo ella,
presentándose-. Ciudadana Olympe de Gouges.
De repente, así de buenas a primeras,
yo sabía muchas cosas de la Revolución Francesa. No se por qué. Será que me
conecté en mi viaje intergaláctico, y al parecer intertemporal, al campo
akásico que todo lo envuelve y en donde toda la información se almacena. Y por
eso, digo yo, de repente, así de un momento a otro, también sabía hablar
francés. Yo. Que en mi vida he ido más allá de Utrera. Bueno, pues en esas
cavilaciones estaba cuando le dije:
-Yo me llamo María del Carmen -y nos
dimos dos besos- y te digo que a ti al final te matan, hija mía.
-Si ya lo sé. Si viene a por mí el
mismísimo Fiscal Revolucionario. Un tal Antoine…
-¡Antonio! -exclamé.
-Eso.
Mira. Al escuchar ese nombre yo me
acordé de mi vecino y me puse de una mala leche… Es que no me extraña nada que
fuera un familiar suyo… Y en esas estaba yo con un tabardillo muy grande cuando
de repente, así sin previa notificación y de manera repentina, me vuelvo a mi
calle de San Eloy, con muy mal cuerpo, y cuando acuerdo tengo a mi vecino el
francés delante de mí mirándome muy fijamente y yo con todo mi mal cuerpo y
toda mi mala leche no tuve otra cosa mejor que hacer y mejor hecha que pegarme
un sustancioso eructo en toda su cara.
-¿Y por qué? -me preguntó el gili…
-¿Qué por qué? -contesté
enfadadísima. Y el público, allí presente y de consuno, todos a uno, lanzamos
un sonoro:-…Por gili… ¡Por gilipollas!