domingo, 29 de diciembre de 2024

Violencia de Género

La Asociación Deméter por la Igualdad (Málaga) es una asociación que presta servicio psicológico a personas menores de edad y también a personas mayores de edad que han vivido estas situaciones (madres, hijas, hijos...).

Junto con dos asociaciones francesas en la materia, elaboraron un trabajo donde se compartían experiencias de los dos Estados. Puede verse aquí, encontrando el PDF en español al final del artículo.                                   

sábado, 2 de noviembre de 2024

Relato "Pikis Labis".

Mi primer relato publicado en un concurso. Asociación ACREM, Embrujo Malagueño. Diciembre de 2020. Escrito en la cafetería Pikis Labis, en la calle Alfonso XII de Sevilla, donde solía desayunar cada sábado y donde tan bien me trataron y me sentía.

PIKIS LABIS

"Me llamo María del Carmen, treinta y tres años, un metro sesenta y seis, ligeramente sobre mi peso ideal, funcionaria de la Administración recién aprobada, vecina de Sevilla y natural de Torrecampo, Sierra Morena, Córdoba". Esa es mi carta de presentación en la aplicación informática de ligue más conocida. Mi amiga Lau del pueblo, mi única amiga, me ha recomendado dejar de ir a entierros y otros eventos sociales de gente desconocida a los que acudo con el único fin de socializarme de alguna manera. Me siento acompañada cuando espero detrás en la iglesia mientras se realiza una boda o comunión. Me siento arropada y en familia. Calidamente satisfecha en mi sempiterno estado de carencia. Lau me dice que estaría bien cambiar la estrategia social por otra un poco menos extraña. Ella es forofa de los libros de asesinos en serie y, no sé, quizás ve en mi una futura promesa. Quiere protegerme y yo me siento muy halagada con sus cuidados. Me propone usar Tinder, al parecer la aplicación informática de citas más conocida donde conocer gente y, quién sabe, quizás el amor. Aunque yo, honestamente, con el corazón en la mano, lo que quiero es sexo.

                                  * * * * *

No he quedado con él expresamente. Me dijo que frecuenta mucho esta cafetería. "Pikis Labis", en pleno centro de la metrópoli. Y allí me he presentado para darle una sorpresa. Será maravilloso, él no se lo esperará, se quedará estupefacto, impertérrito, anonadado y boquiabierto. Me dirá "estaba esperando este momento" y nos fundiremos en un abrazo eterno sin darnos ni siquiera un beso de salutación como manda el Protocolo Social.

            Es la hora del desayuno. La verdad es que no hay ninguna recomendación horaria en el "Protocolo Social de Encuentros de Tinder" que hemos confeccionado Lau y yo misma después de leer varias docenas de libros pastelosos repletos de bizcocheo y amor romántico. Hemos elaborado una guía de recomendaciones y respuestas que dar en una cita con un chico. Las cosas que no debo decir, cómo comportarme, qué hacer ante silencios incómodos... Me lo he aprendido de memoria y eso me da la sensación de seguridad que necesito. No obstante, siento cierta ansiedad y me he pedido una tostada entera de aceite, tomate, aguacate y jamón serrano. Y un café en taza grande. Estoy tratando de hacer una concienzuda dieta. Aunque creo que no he aprendido muy bien a canalizar la excitación. Y entonces me entra hambre. Y como. Como mucho. A deshoras. Si meriendo a las seis, a las siete tengo un hambre atroz. Intento esperarme a que den las nueve para cenar y así alimentarme cada tres horas, como buena mamífera. Pero es imposible. La ansiedad me puede. Y ahora la excitación.

            Está establecido en el Protocolo Social que hay que quedar en un lugar público, pero no dice en qué franja horaria. He elegido la hora de desayunar porque así me quito los nervios a primera hora. Y así doy salida a mi excitación. ¿Irá en aumento? ¿Se disolverá? He comprado velas aromáticas y me he descargado la banda sonora de Star Wars para el acto del coito, si es que se produce. En el Protocolo Social está establecido que, una vez se acabe la bebida y/o alimento pedido en el lugar público de la cita, él o yo daríamos a entender de forma expresa o tácita nuestras intenciones: quedar otro día, ver cómo se desarrollan los acontecimientos, irnos a mi casa a escuchar Star Wars... ¿Cómo será ese momento crítico? Pienso en ello cuando me doy cuenta que ya me he comido la gran tostada de aceite, tomate, aguacate y jamón serrano. Él no llega. Mi ansiedad crece. Mi excitación se mantiene constante. "¿Puedo pedir otra media de lo mismo?" No voy a estar aquí sin hacer nada.

            Lo he reconocido nada más entrar. Es muy parecido a la única y pequeña foto que aparece en Tinder. No me ve. Pero sí a la camarera que regenta el negocio. Se acerca a pedir a la barra. Se miran. Me duele ligeramente. Se besan. Me duele radicalmente. Ella le dice que ya mismo acaba. Él sale fuera a esperarla.

            Recuerdo el Protocolo Social, página trece, "de las salidas dignas" y ello hago: me escondo tras los restos de la tostada y media de aceite, tomate, aguacate y jamón serrano. Ay Lau, cuánto te echo de menos. Y cuánto echo de menos una buena comunión.


Relato "Condis".

A este relato le tengo cariño. Fue el primero publicado tras realizar el taller de escritura en la Universidad de Sevilla, en 2019.

CONDIS

María del Carmen viene andando por la barcelonesa Vía Layetana. Sale de casa de unos conocidos a los que ayuda a hacer la declaración de la renta para presentarla en Hacienda. Trabaja por la mañana en una asesoría fiscal y no le importa ayudar por las tardes, año tras año, a amiguetes que la reclaman en estas fechas. Son un poco más jóvenes que ella y todavía no han aprendido a preparar la documentación necesaria que presentar al fisco. Se siente necesitada y ello le reconforta. Además, le ayuda a llenar el vacío que le ocasiona el vivir sola en el piso que le han regalado sus padres. Ya no puede jugar con su sobrinita a diario cuando su hermana va a la casa familiar y eso le hace sentir cierto desarraigo y soledad.

Empieza a hacer calor. Un calor húmedo que hace sudar a cualquiera. A María del Carmen le afecta más ya que está ligeramente por encima de su peso y andar le supone un esfuerzo que le acarrea una mayor sudoración.

Se detiene entonces en el Condis, supermercado local. Piensa refrescarse y comprar algo de cena.

-Buenas -dice con familiaridad.

Le gusta el ambiente de la tienda. La llevan chicos y chicas de su edad, la mayoría presuntamente solteros, piensa ella, y eso le da sensación de estar en su tribu natural. Se siente cómoda y al mismo tiempo entendida por personas que llevan poco tiempo trabajando y a las que le queda toda una vida de ilusiones por delante.

Especialmente se siente atraída por el cajero, un joven de tatuajes que no la mira al pasar. Le agrada su aire de independencia y no le molesta que ni siquiera sepa que ella existe.

Hay también un chico alto y obeso trabajando allí. Tiene cierto grado de discapacidad y está poniendo mal las latas en las estanterías. Su compañera le está enseñando y le habla con un aire de suficiencia que a María del Carmen no le gusta.

-Las latas que van a caducar se ponen primero. -Su voz suena a humillación-. Ante tal microinjusticia ella pasa de largo, empatizando con el chico de las latas. Siente que a ella no le salen todas las cosas bien y que los demás podrían tener un poco más de paciencia y comprensión.

Pese a todo, está tranquila y confiada allí. Le agrada la música tipo progressive que suena no muy alta por el hilo musical. Le sorprende que en un supermercado pongan ese tipo de música. Es electrónica aunque tranquila y la invita al trance.

Está cansada después de todo un día de alienación laboral y se planta delante del frigorífico donde están ordenados los diferentes ejércitos de yogures. Se queda mirando, intentando elegir alguno del amplio elenco mientras se deja llevar por el tema electrónico y el cansancio acumulado del día. Empieza a moverse con la música.

En este momento de trance siente más claramente que la vida no tiene un sentido particular. Es ahí, frente a los yogures, cuando percibe o intuye que el único sentido que tiene esto de vivir es sólo gozar. Disfrutar pacíficamente. Sentir. Dejándose llevar por la pieza musical toma conciencia, entre yogures griegos y gelatinas, de que lo que anhela ya está aquí mismo. Siente que es como el aire que no vemos o el agua que no percibe el pez porque está inmerso en ella.

El nirvana ya está aquí. Goza mientras se deja llevar por un suave balanceo mientras mira los lácteos ya sin esforzarse en elegir uno, arrastrándose por la corriente vital que sabe, antes de conocerlo, le dará justo lo que necesita.

A esas horas crepusculares la tienda parece más un templo que un local lleno de mercaderes. Goza de ello. Se pregunta si los demás clientes lo percibirán igual que ella mientras eligen una u otra marca de lata de garbanzos. Recuerda que a ella le encanta el cuchareo, esto es, comer garbanzos, lentejas, comidas calientes que se llevan a la boca con cuchara. Entonces se acuerda de su hermano David cuando le dice que no coma tanta comida enlatada porque el alimento absorbe el metal. “Me gusta la comida de gatos”, dice orgullosa cuando su hermano la corrige.

Sintiéndose un poco ridícula por el baile frente a los lácteos, se decide por coger los yogures griegos, más cremosos, pero azucarados.

"Hoy me permito una licencia", piensa.

Le gusta mirar a los clientes que, como ella, acuden en solitario al supermercado. Se dirigen a la caja como zombis de una película de Romero y ella, en un arrebato vital, decide adelantarlos para llegar a la misma antes y salir para disfrutar sus productos. De paso, coge unas cuantas mandarinas.

Se siente un poco incómoda. Está ya en caja. Junto a ella está el expendedor de bolsas donde introducir las mandarinas que luego se supone que pesará el chico de los tatuajes. Tira de una de las bolsas no sin esfuerzo y la separa de la anterior. Los demás clientes-zombis que adelantó ya han llegado a caja y han formado en riguroso orden de cola.

Por más que mueve los dedos para intentar abrir la bolsa de plástico para poder meter las mandarinas, pagar y poder largarse, más resistencia opone la misma. Lo intenta por uno y otro extremo pero no hay manera de abrir aquella obra de ingeniería plástica. La cola de gente detrás de ella deja de pensar en sus cosas, de mirar a los lados o al móvil y empieza a clavar la mirada en ella. Ya no queda nada del trance ni del nirvana y un agobio radical le agarra el pecho ya que siente en su nuca los ojos impacientes del resto de conciudadanos. El chico de los tatuajes no la mira y por tanto no la puede ayudar. No es mala fe. Seguramente si se diera cuenta de lo que allí ocurre pondría su granito de arena para deshacer ese bloqueo en el flujo de la cola de la caja, pero el suelo tiene toda su atención absorbida y, lógicamente, nada puede hacer en algo que ni siquiera ha llegado a percibir.

Toses de presión empiezan a emanar de la cola que espera. Ella no percibe personas sino un dragón que quiere tragársela si no abre pronto la bolsa.

María del Carmen comienza a ver la realidad en blanco y negro. Sus manos empiezan a sudar y, de repente, dejan de hacerlo. La bolsa se llena de sudor. Le entran sofocos y se siente avergonzada. No respira bien. El chico de los tatuajes la mira. Ella siente que algo grave está pasando cuando el cajero-pensador tiene a bien dirigirle su mirada. ¿Podría ayudarla a abrir la bolsa? No. El cajero la mira con la misma mirada de las vacas mirando un tren mientras pastan. Pero con incomodidad añadida. María del Carmen percibe su decepción. Se siente rechazada. Las toses y los leves quejidos de la cola de forma de dragón se apoderan de su caja torácica.

"¿Cómo puedes siquiera existir?", percibe que piensa el chico tatuado al mirarla.

La bolsa no se abre. Por más fricción que intenta hacer, los lados de la misma están herméticamente pegados y ello hace que la presión arterial le sea insoportable. Su descuidada forma física no ayuda. Comienza a sudar por la frente violentamente, siente cómo el dragón abre su boca para devorarla en una muerte horrible y siente un dolor profundo en su estómago.

De la mano del tema progressive percibe cómo su alma sale del cuerpo. Se ve desde arriba, ya en el suelo, en blanco y negro, mientras los zombis la miran, no se sabe muy bien con qué intenciones. El chico de los tatuajes mira al suelo donde ella yace, infartada, con la bolsa aún cerrada y que ahora descansa junto a ella.


viernes, 1 de noviembre de 2024

Relato "El domingo".

Del concurso "CONTATE UN CUENTO", publicado en el blog "Rescatados del Fuego" de Balcarce, Buenos Aires (Argentina). Noviembre de 2021.

EL DOMINGO 

A mí me dan depresiones los domingos por la tarde. Bueno, y los sábados también. Y entre semana, algunas veces. Y eso que tengo 37 años. Soy una chica joven. Trabajadora. ¿Mi nombre? María del Carmen. Estado civil: soltera. Actualmente con residencia y domicilio en Bilbao, España.

        Llevo aquí un mes trabajando. Desde finales de febrero de este año 2021. A las funcionarias nos permiten trasladarnos. Soy del sur. De Sevilla. Y allí también me daban depresiones los domingos por la tarde. Por cierto. Ahora, mientras escribo, es domingo por la tarde.

          Aquí llueve mucho. Yo lo sabía al venir. Pero también quería cambiar de  aires, ¿sabes? En Sevilla hay que coger el tren para ver verde. Cazalla, Constantina, Guadalcanal. La Sierra Norte. Sierra Morena, vaya. Total, que yo quería ver verde así que me vine aquí. Y es verdad que llueve. Pero no siempre. Hay gente a la que no le gusta hablar del tiempo. A mí sí. ¿Qué tiempo hace hoy? Soleado. Ni una nube. Parece que estamos por la calle Betis con todo el solazo que hay. Y si te digo la verdad, cuando esta mañana abrí la persiana, me deprimí. Vi el día radiante y me entró el bajón. ¿Otra vez tengo que salir?

           Yo intento adelantarme días antes para que el domingo por la tarde no me entre la depresión. Ya sé que no es una depresión que se dice de caballo. Eso es otro cantar y quien lo padece lo pasa muy mal y debe dejarse ayudar por la psicóloga y la psiquiatra. Vaya, creo yo. Yo voy a una psicóloga desde hace dos años y medio. Bueno, ahora hacemos la terapia por teléfono. Le cuento mis penas. Me escucha. Me da consejos. No sé qué haría sin ella sin las sesiones del viernes tarde.

           Pero los domingos. ¡Los domingos por la tarde! Que me enrollo como una persiana. Contaba que días antes intento pensar qué cosas podría hacer para engañar a la depresión. Que además caigo a plomo en ella. De un segundo a otro, ¡plof! Y siento que no valgo. Siento frustración. Fracaso. Que soy inferior. Me doy asco. Me desprecio. Una movida vaya. Pero escúchame, que le voy ganando terreno. Luego, ella me la juega y a lo mejor se presenta antes de tiempo. Como este fin de semana que llegó el sábado en vez de hoy... De momento.

          Hace dos fines de semana que comenzó el pulso. A ver quién es más cabezona. El primer domingo de la pelea me propuse un estímulo para salir de casa después de la siesta. Porque una duerme siesta, claro está. Un ratito de diez minutos con la radio puesta y la boca abierta en el sillón. Hoy me ha despertado mi ronquido y todo. Bueno, que ese domingo primero de lucha me puse un objetivo para no quedarme aquí en casa encerrada. Me puse un cebo: salir a merendar. O a comprar merienda, lo mismo da. Y así fue. Bajé a la avenida y compré el dulce local, que no lo había probado. Aproveché y me traje pan, que así congelo. Y, de paso, en vez de tirar para casa directa, me di un paseíto. Parecía que iba a llover, aquí siempre tienes que ir con paraguas como si fuera un revólver listo para desenfundar. Muy western yo por la vida, sí. Y entonces me di mi paseíto, dejándome invadir por el verde de esta zona, por sus nubes y por sus claros, que también aparecen y dejan ver el azul de la tarde, ese azul más oscuro que en combinación con el verde de la arboleda a mí me pone... contenta. En fin, que la depresión no estaba.

           Lo malo fue al llegar. Solté el revólver y me comí mis pastelitos. Cuando menos lo esperaba, apareció ella por el salón. El pianista dejó de tocar, las bailarinas cesaron y los viejos cowboys dejaron sus cartas sobre el tapete, siguiendo la analogía del lejano oeste. Me cago en... Pensaba que me la había quitado de encima, pero no. Ese duelo lo ganó ella. Eso sí, en mi cara quedó la sonrisita por haberme salido, en parte, con la mía. Gracias al paseo que me di, le había ganado una hora o así a su tristeza. Le había robado tiempo. Me ganó, pero menos que el domingo anterior.

          Con esas me dispuse a trazar una nueva estrategia para la semana siguiente. Las estrategias las hago el lunes porque el domingo, en fin, me siento mal. Mucha frustración. Que no valgo. Que no sirvo. Así que el lunes, si me he recuperado, empiezo ya a adelantar trabajo. Y así llegó el segundo duelo. Aquí usé una munición nueva. Me pregunté a mi misma, ¿qué quiero hacer esta tarde? Y me gusta esto. Lo veo un poco mágico. Y eso porque al preguntarme mi cuerpo contesta solo. Quería ir a ver una iglesia en lo alto de un pequeño monte. Dicho y hecho. No me apetecía mucho salir. Pero me saqué. Como un perrete. Me saqué de paseo. Y a la iglesia me fui. No llovía.  De hecho, me pegaba el sol de cara y no hacía frio. Llegué a la iglesia y seguí adelante. Vi la Universidad. Vacía. Sentía miedo. Soy muy golosa y cualquier varón podría excederse. Pero seguí. Aquello parecía el escenario de una serie de zombis. Estaba excitada. Qué sitio tan solitario. Como si hubiera caído la bomba H. Avancé y salí al monte. Las vistas eran preciosas. Al oeste. El sol se ponía por su sitio reglamentario y yo gozaba de aquel cuadro paradisíaco. Qué éxtasis. Qué estética. Qué buen domingo. Aunque... la sorpresa me esperaba al llegar. La depresión estaba hambrienta de cerebros y cuando volví extasiada a casa, me pilló desprevenida. Me mordió sin darme cuenta. No me  pude defender. Eso sí. No por mucho tiempo. Creo que menos que el domingo anterior. Ella viene, pero intento que se quede cada vez menos tiempo. Venir viene. Seguro. Pero no quiero que se quede tanto. ¿No tiene familia esta criaturita?

           Y con esas llegamos a hoy. Domingo de nuevo. Qué rápido pasa el tiempo aquí. Siempre pienso lo mismo cuando pasan cosas que no me explico: será el típico desgarro en el continuo espacio-tiempo. Y me quedo tan ancha oye. Y es que entre semana pasa rápido. No sé si eso es bueno, malo o regular. Lo que sé es que ayer sábado se presentó de nuevo. La muy... Maldita, traidora, usurpadora de estados no tan depresivos. A primera hora, llegó. Y yo me sentía fatal. Porque empiezo a compararme y me doy pena y siento que soy una mierda pinchada en un palo. O una mierda como el sombrero de un picador. Qué más da. Un asco. Porque empiezo a darme asco. Que si toda la gente se va de viaje y yo no. Que si toda la gente tiene amigas y yo no. Que si la gente, que si la gente. Y yo con mi depresión. El sábado por la mañana. Cuando ella llega el domingo por la tarde. Traidora...

        No me quedó más remedio que recargar el revólver rápido. Me pilló con las bragas bajadas. Y sin duchar, lo confieso. Metí la primera bala que encontré de la semana pasada. Me quedaba alguna porque ya no uso tantas. Al ganarle tiempo a la depresión, ahorro en munición. Desenfundé, cargué y disparé casi sin apuntar. A lo Billy El Niño. ¡Pum! Mucho humo. Olía fuerte. Algo había pasado. Una pregunta en el aire. ¿Qué quiero hacer este fin de semana? Ir de viaje. A San Sebastián. Con un par. Una pereza enorme. No tenía ninguna gana. Pero no tenía otra escapatoria. La depresión quedó bastante mal herida así que logré escapar. Corrí a la estación, compré el billete, el tren me esperaba y el revisor también, me senté, intenté relajarme y me tranquilicé. Me había defendido. Cuando el tren inició su marcha sentí ilusión. El principal enemigo de mi enemiga la depresión. Sentí ilusión y me di las gracias. Sí. Me di las gracias a mi misma. Me aplaudí. Por haberme defendido tan bien. Tan rápida e improvisadamente. Por puro instinto.

           Pasé un buen día en San Sebastián. Me fui a la zona antigua, comí mejillones y me volví sobre las 18:00. En alguna ocasión sentía miedo por ir sola. Pero fui. Y al volver me daba otra vez las gracias. E intentaba abrazarme a mí misma. Darme amor. Quererme. Dicen mucho que hay que quererse. Pero ¿cómo cojones se hace? Creo que por primera vez en mi vida me abracé.  Interiormente. Pero lo hice. Me amé. Me di calor.

         No todo iba a ser tan bonito por desgracia. Siempre hay que pagar un tributo. Cuando volví a Bilbao no me fui directamente a casa. Me olía lo que podía pasar. Así que paseé. Ahora hace días con sol. ¿Lo de que llueve tanto no será una trola para que no vengan los turistas? Me sentía bien. Contentaba conmigo misma. Por haberme llevado de excursión. Una bonita excursión. Y barata, todo sea dicho. Y el paisaje en el tren, precioso. Verde. Un paraíso. Pero mira tú por dónde, la puta... perdón, la depresión de los cojones estaba ahí. Esperándome. Como para castigarme. Para vengarse. La muy malnacida... Me castigó bien. Me dio duro. Sábado noche jodido. La gente saldrá de fiesta y yo estoy aquí sola. La gente tiene quien le quiera y yo no. La gente vale más que yo. Soy una fracasada. Qué frustración. Ay qué pena tan grande. Ay señor llévame pronto. Y sin dolor.

           ¿Se puede ser más mala y traicionera? El sábado noche. Cuando ella llega el domingo. Ahora estoy esperándola mientras escribo. Esta mañana ya la estaba temiendo. Miraba a un lado y a otro por si aparecía. La siento cercana. Pero aún no ha asomado. ¿Se saciaría ayer? Esta mañana me quedé escribiendo. No he salido en todo el día. Al desayunar, comer y merendar lo hago junto al ventanal. Miro el monte y los parques. Es como si la ciudad estuviera en mitad del bosque. Para cagarse de bonito, vaya. Así que me puse a escribir. Para un concurso de Bilbao. Le contaba de cuando mi abuela vio la aurora boreal en enero del 38. En la guerra. A ella la pusieron de maestra. Sí. En esa época pudo verse desde España. Ella en Campo, un pueblo de Huesca, en el norte. Total, que me quedé escribiendo y muy bien. Escribir, escribir, escribir. ¿Será la nueva munición? Por un lado, quería salir y por el otro quería quedarme en casa. No he salido. Ahora estoy escribiendo esto y ella no ha asomado aún. La percibo, pero no ha llegado. ¿Volverá?

Relato "Lucifir".

Publicado en la Revista "Caminante", junio 2024.

LUCIFIR

La mar está espesa. Tiñe con sus olas el pequeño puerto pesquero. La sal no esconde el mal olor. Cazar ballenas no es tarea grata. Un barco a la deriva intenta arribar. Los traicioneros acantilados asturianos no se lo ponen fácil. Es septiembre de 1517. El emperador ha llegado.

Días después, Carlos I de España y V del Sacro Imperio duerme aquí. En Villaviciosa. A las puertas del Sueve. De eso hace ya 500 años. En su honor, el águila de dos cabezas compone el escudo de la villa. El mismo que corona los informes que estoy aprendiendo a elaborar.

Justo antes de mis vacaciones, recibo una solicitud de ayuda. Genérica. Lo más común es que mis compañeras y yo misma recibamos, en el Servicio Social del Ayuntamiento donde trabajamos, solicitudes de ayuda en concreto. Una casa. Una beca. Una pensión. Este caso es particular. Es una carta manuscrita. Parece la letra de un niño. En mayúsculas. Firma una tal Helen Handa. Habla de unos seres extraños. Ördög. Lidérc. Ludvérc. Lucifir. Los ve por la calle. Quieren hacerle mal. Siente mucho miedo. Y debe tener frío. Está desesperada. Solicita protección.

Salgo con el equipo de calle de Cruz Roja y pregunto si tienen alguna idea de quién es esa mujer. El equipo me habla de una mujer extranjera, de piel blanca. Ojos claros. De unos cuarenta. Duerme en una casa que está a medio hacer. Casi a las afueras del pueblo. Siempre está sola, me cuentan. Como huyendo de algo. O de alguien. El equipo de calle le lleva café bien caliente y un bocadillo. Anochece pronto, el frío arrecia y un buen líquido espeso y caliente rejuvenece el alma.

No damos con ella esa mañana, así que me sumo al equipo por la noche. Entramos en la casa abandonada. Con una linterna se reflejan los ojos de un gato. Se acerca. Es Helen Handa. Nunca he visto a una persona tan pálida y asustada.

-Espeso -pide. Bebe el café solo. Sin leche. No quiere comer.

Habla en un lenguaje extranjero. Húngaro, según me cuentan. Afuera hace un frío de mil demonios y dentro de esa casa a medio hacer también. Habla de los ludérc. Demonios nocturnos, me traducen. Propios de la mitología húngara. Brillan en la oscuridad. Como fuegos fatuos. Cuenta que están por el pueblo. Nos alerta para que corramos. Han venido a pasar el invierno aquí. A hibernar. Cuenta que son ricos. Que se alojan en las casas de Turismo Rural. En los hoteles caros. No quieren llamar la atención. Pagan bien. Luego, cuenta, siempre pasa algo. Alguien desaparece. Alguien muere "antes de tiempo".

Helen habla muy bien. Parece tener cultura. Dice que era Trabajadora Social en Hungría. Que tuvo que huir. Tuvo un caso similar al que estoy yo viviendo ahora. Quiso ayudar a un chico que estaba en la calle. Le atacó. No era de este mundo, dice. Le dio tanto miedo que huyó.

Ha empezado a nevar. En mi informe expongo que Helen padece algún tipo de discapacidad psíquica. Cree ver seres extraños. Debe ser algún tipo de trastorno esquizoide. Paranoia. Emito el informe y lo remito a la Fiscalía. Allí tramitarán unas diligencias. Obtendrán más información. Con su resultado, decidirán si solicitan al juzgado medidas de apoyo con respecto a Helen. Pido que adopten una medida cautelar urgente. De ingreso involuntario. Helen no debe estar con este frío en esa casa a medio hacer. Debe estar en un entorno protegido, ser cuidada y tomar su medicación. Debe ser diagnosticada y tratada.

Ahora sólo queda esperar. La medida cautelar suele adoptarse más o menos rápido. Me acerco una tarde para ver si la veo. Ya es de noche. No se oye nada. Me adentro en la casa. Voy con la luz del móvil. Veo los ojos brillantes de felino. Saludo a Helen. Se me acerca y me doy cuenta de que no es ella. Es solo un gato.

- Espeso -escucho detrás de mí.

- ¿Helen? -No termino de pronunciar su nombre. Me estoy ahogando con mi propio espesor.

 

Relato "La acera".

Publicado en la revista "En sentido figurado", marzo/abril 2024.

LA ACERA

Qué incomodidad. Qué ridículo. Vivía en Bilbao. Corría el 2022 y no llegaba a cuarenta. ¿Mi nombre? María del Carmen. Nunca supe gestionar esas situaciones. Iba caminando por la acera. Por mi derecha se acercó una persona que cruzaba el paso de peatones. Se puso a andar a mi lado. Por la misma acera. ¿No podría ir más rápido o quedarse atrás? Sentía mucha incomodidad. La calle era larga. Y la acera más bien estrecha. Intenté reducir mi velocidad y cederle el paso. Pero se notaba mucho. Y me daba vergüenza. También podría habérselo dicho. Que no me sentía bien con ella andando así. Quizás sintiera lo mismo. Siempre me lo pregunté. En esas situaciones yo mantenía el paso firme y la cabeza muy digna. Como si no me afectara. Pero qué incómodo. Qué invasión. Me sentía torpe. Como si fuese mi culpa. Intenté acelerar. ¡Pero no me llegaba para adelantarla! Me sentía más ridícula. ¿Por qué tenía que ponerse a mi lado?

Justo antes de cruzar la calle la llamaron al móvil. Se paró. Qué alivio. Me giré de soslayo para cerciorarme. Lo bueno fue que la conversación parecía larga. Lo malo, que no lo vi venir.

Relato "Desaborido".

Publicado en la Revista Literaria "Papeles del Caracol", noviembre de 2023.

DESABORIDO

Estaba yo, María del Carmen Rodríguez Arellano, 70 años, felizmente viuda y jubilada, tomándome mi cafelito de todas las mañanas en la taberna San Eloy de la calle del mismo nombre, en Sevilla, habiéndome limpiado mis manos anteriormente con mi gel hidroalcohólico, porque con esta pandemia que trajo el 2020 hay que lavarse muy bien lavadas las manos antes de entrar a los bares, y entonces, como seguía diciendo, estaba yo en Casa Eloy tomándome mi cafelito un martes cualquiera con el gili… de mi vecino “el francés" en la mesa de al lado, que se llama Antonio y que todas lo llamamos “el francés", aunque yo para mis adentros, y que Dios me perdone, le llamo el gili… Porque vaya, será todo lo francés que tú quieras, pero el tío es sieso y desaborido hasta decir basta. Qué tío más gris y más desagradable, la madre que lo parió. Que yo sé que con esto de la jubilación pues estoy un poco picajosa y puede ser que yo salte con nada que me toquen las palmas. Pero es que el francés… es que se lo gana él solito con esa cara de haber vomitado pero para adentro. Como si diera una arcada pero ahogándose así para adentro de sí mismo en su propio ser y en su misma persona. Pues eso. Que estaba yo con mi cafelito que me lo pone el camarerillo este tan simpático que parece que lo trae directamente de la fundición de los altos hornos y la leche la echa de un crisol incandescente que coge con unas pinzas y unos guantes de horno, porque vaya lo caliente que pone el muchacho el cafelito, coño, que tengo que estar ahí dándole conversación hasta que me lo puedo tomar a sorbitos pequeños. Eso sí, pequeños pero sonoros. Que una está ya muy mayor para estar con remilgos y con chuminadas de verano. Cada sorbo que le doy al café lo hago con ruidillo. Que se note que está caliente, caray, que se me va a escaldar la lengua. Pues eso. Que estaba yo dándole conversación al cafelito del Vesubio cuando me entraron ganas de darle por culo al francés. Tenía yo capricho de tocarle los huevos, vaya. A mi que me perdone Dios, pero me entraron unas ganas de hacerle rabiar… Que se joda. Por desaborido. Ahora que se aguante. Estaba él ahí con la cara esa que me tiene leyendo el ABC gratuito, porque es que no gasta ni en periódicos, y yo, mira, empecé muy despacito y muy suavecito a mover el café con la cucharilla. Muy suavecito. Tilín, tilín tilín… Muy despacito pero constante. Yo sentada muy tiesa y muy digna. Labios apretados. Y venga a darle a la cucharilla. Y venga a darle vueltas. Y cada vez más fuerte. Para taladrarle el cerebro hueco ese que tiene. Y tilín, tilín, tilín… A tope ya de sonido. A tumba abierta y sin remordimientos. Todo el bar mirando, menos el francés, que se hacía el loco. Como si no le molestara. Y se estaba pillando un cabreo… y yo estaba disfrutando... Y venga a darle vueltas. Y venga con la cucharilla. Y venga y venga que justo en el centro del vaso del café empezó a formarse un agujero, un agujero oscuro, y yo lo miraba atónita, y no podía parar de darle a la cucharilla, no fuera a ser que desapareciera ese extraño fenómeno, y venga a abrirse el agujero, y más profundo y más profundo y más profundo… Coño, que me tragó. Que me tragó el cafelito. Y yo no sabía dónde estaba. Porque estaba como flotando en el espacio exterior así como a cámara lenta y un extraño hilo de plata me tiraba y me tiraba para otro lado. Mira lo caliente que me pone este muchacho el cafelito. Y luego pasa lo que pasa. El típico desgarro en el tejido espacio-tiempo -pensé yo en la ingravidez del infinito universo- que forma un agujero negro. O un agujero de gusano. Yo qué sé. Pues anda que estamos buenas. Me sentía tranquila, eso sí. Total. Para lo que me queda en el convento… Y en esas disquisiciones estaba yo, con el bolso bien agarrado, cuando el hilo de plata me pegó un tirón… La madre que lo parió al hilito de plata… Me pegó un tirón que pegué un gritito en mitad del espacio sideral que se oyó y todo por mucho que digan que en el espacio no se oyen las explosiones o no sé qué. Y me pegó un tirón y de repente, de buenas a primeras, me planto yo, María del Carmen Rodríguez Arellano, 70 años, jubilada y felizmente viuda, en mitad de un fregado que yo no sabía ni dónde estaba. Había mucho jaleo, eso sí, y allí estaba la gente muy alborotada y una muchacha allí en medio llorando.

-¿Qué te pasa, muchacha? -le pregunté acercándome a ella.

-Pues nada, que me quieren llevar presa -me dijo llorosa.

-¿Pero qué has hecho, hija mía? -le pregunté a la criaturita.

-Yo nada. Que he terminado el trabajo que ellos han empezado.

-¿Ellos? ¿Quienes son ellos? -le pregunté.

-Pues quienes van a ser. ¡Los hombres!

-¡Ay, los hombres! -dije yo.

-Son unos gili…

-¡Shhh! Niña -le reconvine-. Eso no se dice. Se piensa… Pero no se dice.

-¡Pero es que no hay derecho! Yo sólo he completado lo que ellos empezaron. La Declaración no estaba completa y yo la terminé.

-¿La declaración? ¿Qué declaración? -indagué.

-Pues cuál va a ser, la de los Derechos del Hombre.

-¿Te refieres a la Declaración de los Derechos del Hombre de la Francia revolucionaria de 1789? -dije yo, de repente muy informada.

-Pues claro, señora, cuál va a ser si no. -Qué mal me sentó lo de “señora”. Que me tocó la moral, vaya-. Yo sólo la he completado. Dos años me ha llevado -dijo ella-. He escrito la otra mitad.

-¿La otra mitad? -pregunté.

-Sí, la mitad que faltaba -dijo como si yo lo tuviera que saber-. El resto de La Declaración. Ellos hicieron la del Hombre… y yo la culminé con la de la Mujer. La Declaración…

-¡La Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana de 1791! -exclamé ojiplática y de nuevo admirada por mi propia información.

-Eso mismo -contestó tranquila-. Y ahora vienen a por mi.

-Pero entonces, tú eres… -pregunté.

-Olympe de Gouges -dijo ella, presentándose-. Ciudadana Olympe de Gouges.

De repente, así de buenas a primeras, yo sabía muchas cosas de la Revolución Francesa. No se por qué. Será que me conecté en mi viaje intergaláctico, y al parecer intertemporal, al campo akásico que todo lo envuelve y en donde toda la información se almacena. Y por eso, digo yo, de repente, así de un momento a otro, también sabía hablar francés. Yo. Que en mi vida he ido más allá de Utrera. Bueno, pues en esas cavilaciones estaba cuando le dije:

-Yo me llamo María del Carmen -y nos dimos dos besos- y te digo que a ti al final te matan, hija mía.

-Si ya lo sé. Si viene a por mí el mismísimo Fiscal Revolucionario. Un tal Antoine…

-¡Antonio! -exclamé.

-Eso.

Mira. Al escuchar ese nombre yo me acordé de mi vecino y me puse de una mala leche… Es que no me extraña nada que fuera un familiar suyo… Y en esas estaba yo con un tabardillo muy grande cuando de repente, así sin previa notificación y de manera repentina, me vuelvo a mi calle de San Eloy, con muy mal cuerpo, y cuando acuerdo tengo a mi vecino el francés delante de mí mirándome muy fijamente y yo con todo mi mal cuerpo y toda mi mala leche no tuve otra cosa mejor que hacer y mejor hecha que pegarme un sustancioso eructo en toda su cara.

-¿Y por qué? -me preguntó el gili…

-¿Qué por qué? -contesté enfadadísima. Y el público, allí presente y de consuno, todos a uno, lanzamos un sonoro:-…Por gili… ¡Por gilipollas!

 

 

 

 

Relato "La Madrugá".

La revista "Nefelismos" de Caracas (Venezuela), en su número de agosto de 2024, ha tenido a bien elegirme para publicar uno de mis relatos.

LA MADRUGÁ

Me tocó la peor parte. En las infinitas y cambiantes franjas del día, a mí me tocó la más fría. La más solitaria. La que está más abandonada. Sin un principio ni un fin, como en un río que nunca llega al mar. Represento en una condena eterna la más heladora de las madrugadas. La más solitaria. La más abandonada. Su cíclica exposición ha creado en mí un sentimiento antropófago. Ansío su compañía. No puedo existir por más tiempo si no lo tengo en mí.

Me siento desgarrándome desde infinito. Desde la noche de los tiempos. Desangrándome inexorablemente. A cada luna nueva. Sólo anhelo amor. No aguanto más esta soledad que me visita. Que me degüella. Que me desmiembra. La insoportable sensación de no valer me despedaza. No puedo más. No lo soporto más. Ámame. Te lo estoy suplicando. Ámame y me alimentaré de ti. Esta soledad me está matando y no me puedo morir.

*****

De madrugada, voy camino del trabajo. Me siento cómodo. Contento. Empieza el día. Me siento tranquilo, aún a pesar de que casi no hay gente por la calle. La luna suele acompañarme. Salvo los días de luna nueva. Entonces siento cierta desconfianza. Como si me vigilaran. Es algo que se repite cada mes. Una sensación. Como si la madrugada se sintiera sola. Como si quisiera atraparme. Desesperada de miedo y soledad. No quiere que me vaya. No quiere quedarse más tiempo sola.

Esa sensación de desasosiego es una piedra en el zapato. Una incomodidad. Un invitado molesto que se cuela en mi alegre amanecer. De camino voy pensando en pasos de baile. Pienso en cómo podría hacerlos sensuales. Quiero bailar sexy. Pienso en relatos. En nuevos proyectos. Hoy escribiré sobre esto o aquello. Así me expreso y me relajo. Pero esa sensación... Sólo en luna nueva. Cuando la oscuridad es más oscura que en todo el ciclo lunar. Siento la desesperación. No la mía. La de alguien. La de otra persona. Me asusto. Estoy alerta. Siento como unas inmensas fauces quieren devorarme. Siento una presión en todo mi cuerpo. Como si me estuvieran aplastando. Como si me estuvieran engullendo. Siento su soledad. Su desesperado anhelo de amor. 

Sólo quiere amor. Me siento ir en ella. Me desintegro, ante los ojos de quien ya se acuesta, en las fauces solitarias y anhelantes de esta fría y antigua madrugá.

martes, 13 de agosto de 2024